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14.5.11

La maldición del Totem (Capitulo 1)


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PRIMER ACTO
El despertar de un extraño




1

Levanté los párpados lentamente, con la misma dificultad que se alzan dos losas de piedra. Pesados, doloridos. Tras unos segundos mi vista fue cobrando nitidez y aclimatándose a la escasa luz de
la estancia. Me encontraba en una pequeña habitación con las paredes de roca labrada; lo que daba a entender que se trataba de una cueva escavada a conciencia...
Un tibio rayo de sol se colaba tímidamente por un agujero abierto en la pared, a modo de improvisada ventana. La tenue intensidad de la luz, en la cual oscilaban millones de motas de polvo en suspensión, me dio a entender que estaba amaneciendo… o quizás anocheciendo.
Mi cuerpo yacía en un camastro viejo de madera vestido con pieles de animales, situado bajo la ventana. El lecho hacía de vecino de una pequeña mesita sobre la que brillaba un cuenco metálico lleno de agua turbia, ensangrentada, con un trapo sumergido en su interior.
Continué mi reconocimiento visual de la habitación fijando la vista a los pies del camastro; a escaso metro y medio de donde yo reposaba se encontraba la puerta. Estaba hecha de viejos maderos atados con cuerda, y su base estaba visiblemente podrida por la humedad. Entre sus partes se colaban decenas de pequeños hilos de luz rojiza. Era una luz menos intensa que la
que procedía del exterior y oscilaba suavemente. Quizás era de un fuego –pensé-.

Traté de incorporarme, pero al intentar levantar la cabeza la habitación comenzó a girar a mi alrededor y varias punzadas en mi nuca me obligaron a desistir de mis intenciones. Permanecí unos minutos, no sabría decir cuántos, esperando a que la habitación dejase de girar y me diese permiso para volver a intentarlo. Poco a poco fui sintiéndome mejor, la sensación de mareo había remitido casi por completo, aunque las punzadas seguían ahí de modo más leve. En un nuevo intento conseguí incorporarme, y girando sobre mi trasero quedé sentado al borde de la cama. El suelo estaba helado. Mire hacia abajo y vi como mis pies, blancos como la nieve, comenzaban a enrojecerse por el frio. Apoyé las manos en mi cabeza, las sienes me ardían, posiblemente tenía fiebre.
Permanecí sentado al borde de la cama durante un buen rato, a sabiendas de que no podría ponerme en pie fácilmente. De pronto, una idea inundó mi mente. Introduje la mano en el cuenco metálico que reposaba sobre la mesita y extraje el trapo que había en su interior. Esperé pacientemente a que las ondas creadas en el agua desapareciesen y después me asomé al turbio líquido del cuenco. Contemplé en su superficie un reflejo que no conocía, un rostro pálido y enfermizo. Tenía el cabello largo y negro, cuidado, con varias pequeñas trenzas a los lados. Mi cara estaba pulcramente afeitada. No pude evitar llevar mis manos a ese rostro fino y suave. Unas manos pálidas, frágiles y con las uñas bien cuidadas; las manos de un extraño. Comencé a sentir nauseas. Cogí el trapo y me lo llevé a la boca para no esparcir el contenido de mi estómago, fuese cual fuese su naturaleza, por el suelo del cuarto.

Estaba confuso. No sabía que estaba haciendo en aquel lugar, y lo que era peor, no sabía quién era yo… no recordaba nada. Empezaba a desesperarme y me levanté de súbito, me acerqué hasta la puerta casi arrastrando mi cuerpo con esfuerzo y traté de abrirla, pero estaba trabada por fuera. Entonces grité:
- ¿Holaaa…? ¿Hay alguien ahí fuera?
En principio, el eco de mi voz fue cuanto obtuve como respuesta.
Fatigado por el esfuerzo, me deje deslizar hasta el frio suelo, y en ese momento escuché algo. Recuerdo como se inundó el silencio con unos pasos lejanos que aumentaban en intensidad. Alguien se acercaba. El sonido se hacía cada vez más grave y se clavaba en mi cabeza como alfileres ardiendo. Se detuvo justo tras la puerta. Quise decir algo –no recuerdo el qué- pero las palabras se ahogaron en mi garganta.

Primero se escuchó un golpe seco y luego la puerta comenzó a abrirse con el molesto chirriar de unas bisagras que era sorprendente que siguiesen cumpliendo con su función.
Un haz de luz rojiza y bailarina terminó por iluminarlo todo; me dañaba los ojos. A duras penas pude distinguir una silueta en el umbral de la puerta, una sombra espectral sin nitidez alguna. Tuve que apartar la mirada.
De nuevo escuché el sonido de las bisagras al cerrarse la puerta y la luz se desvaneció casi por completo. Mi visitante continuaba allí. Escuché un grito ahogado que no llegó a salir completamente de su garganta. Me asió por los brazos con una fuerza que se me antojó titánica y me levantó del suelo. Me volvió a colocar sentado al borde de la cama.
- ¡Mi pequeño!, ¡mi pequeño!, ¡estás despierto! - dijo una voz tierna, amable, emocionada.
Alcé la vista hasta el rostro de la mujer que se encontraba de cuclillas frente a mí, completamente inmóvil. Por las arrugas de su rostro intuí que debía de doblar mi edad; arrugas surcadas por abundantes lágrimas que cruzaban el contorno de su sonrisa hasta perderse por su barbilla. Sin duda eran lágrimas de alegría. Sus ojos de un color verde intenso estaban clavados en los míos, radiantes de luz. Creí que esperaba una respuesta por mi parte –hoy lo sé a ciencia cierta- , pero en ese momento no fui capaz de articular palabra alguna. Tras unos interminables segundos, se acercó más a mí y me abrazó con una fuerza de la que por apariencia no la habría creído provista. Tras un momento fundida conmigo, se apartó ligeramente para comenzar a tocarme el pelo, la cara, los brazos, como intentado comprobar que no me faltaba ningún trozo. Con sus manos temblorosas sujetó ambos lados de mi cara y preguntó con la suavidad de un susurro:
-¿Cómo te encuentras cariño?
Su voz era grave y dulce al mismo tiempo, parecía brotar de sus labios para llegar hasta mi suspendida sobre nubes de algodón. En ese instante supe que de algún modo ese sonido pertenecía a mi pasado. Hoy se que debí responderle, pero en aquel momento solo acerté a decir:
-¿Quién soy?, ¿Qué es este lugar?, ¿Quién eres tú?
Le disparé las preguntas sin tono, casi sin querer, sin maldad y sin compasión.
La mujer me miró fijamente sin comprender. Pude ver como sus penetrantes ojos perdían el brillo que habían tenido escasos segundos antes, y como otro llanto brotaba de ellos, pero esta vez eran lágrimas de amargura.
-Cariño, te pondrás bien. Te quiero mucho hijo mío.
No pude evitar sumergirme en un mar de culpabilidad que no entendía. No podía recordar su rostro, pero aquel sonido que se me antojaba angelical, su voz, si parecía pertenecer a mi pasado. En aquel momento supe que aquella mujer era realmente mi madre. Su forma de hablarme, cariñosa, protectora, amante, y su cambio de ánimo al comprobar que no la recordaba así lo confirmaban.
Quise calmarla, abrazarla y decirle que lo sentía aún sin saber porque, pero no me atreví, por vergüenza, cobardía o quizás ambas cosas. Simplemente dije:
-No recuerdo tu rostro, pero tu voz me dice quien eres. Madre.
Una media sonrisa se pinceló en su cara.
-Descansa pequeño, mañana estarás mejor. Te pondrás bien… te pondrás bien- dijo mientras acariciaba mis manos y posteriormente se alejaba soltándolas con suavidad. Al ponerse en pie pude contemplar su cuerpo. Su esbelta figura estaba envuelta en un vestido negro, ceñido y con los hombros descubiertos. Su larga melena negra trenzada asomaba por un costado a la altura de la cintura. Pese a su edad era una mujer hermosa, sin duda.
Ya me encontraba algo mejor y sabía que rendirme al sueño iba a ser una tarea complicada, sin embargo creí conveniente dejar que aquella mujer desconocida, mi madre, digiriese aquello que acababa de acontecer. Fingiendo sueño, me recliné hacia atrás en el camastro y volví a acostarme. Mientras cerraba los ojos susurré:
-Hasta mañana... Madre.
-Buenas noches Hijo.
Escuché como se agachaba para recoger el trapo lleno de vómito que yo había dejado en el
suelo. Luego escuché una vez más el chirriar de las bisagras de la desvencijada puerta, abriendo primero y cerrando después. El sonido de sus pasos en el pasillo se desvaneció lentamente.

Volví a levantarme, y con mucho esfuerzo conseguí auparme hasta la estrecha ventana de roca. Desde ella podía verse el mar a lo lejos teñido de escarlata por un sol que se desvanecía; estaba contemplando mi primera puesta de sol.


                                                       Asensio Lopez Fernandez
                               Dedicatoria: Para Mari y Lucia, una nación de tres.

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